Este presente trabajo tiene como objetivo rastrear la razón de ser social, política y económica que configura nuestro acaecer independentista y para esta labor recurrimos a las fuentes primarias en Archivos y Bibliotecas nacionales.
El Archivo Nacional es pobre en documentación para el período que reseñamos. Aunque encontramos noticias esclarecedoras sobre el período que estudiamos, éstas, al presentarse dispersas y cortadas, nos obligaron a completar los vacíos.
Los asuntos relacionados con la Independencia de España merecen ser considerados a la luz de un criterio sociológico e histórico en grado fundamental. En la generalidad de los casos, ha sido inveterada y no buena costumbres entre nosotros interpretar los hechos vinculados a la Independencia del año 1821, echando mano de criterio simplista, providenciales, ocasionados, o bien, resultado de idealizaciones, al estilo de un Thomas Carlyle quien enfocaba la historia como un resultado de la acción extraordinaria y casi sobrenatular de los “héroes” y relegando a un segundo término la presencia de los pueblos, de los núcleos sociales y, con ello, la existencia de factores sociohistóricos que son, en el último término, los que nos puede servir de explicaciones válidas, científica y objetiva en el acontecer de la historia.
En el caso de los antecedentes y motivos que desembocaron en los acontecimiento del 28 de noviembre de 1821, hay lugar paras los anecdótico, los psicólogos, los puramente episódico, pero en forma incuestionable, lo que no viene a dar la clave para una interpretación de estos sucesos son las condiciones tanto materiales como espirituales que actuaran de manera determinada en las cosa que ocurrieron en 1821. No podemos en tela de duda la y presencia del factor personal, pues en la realidad, son los hombre de carne y hueso quienes ejecutan y realizan la historia, pero los hombre a su vez, están sometidos a un conjunto de circunstancias que escapa a su voluntad y que de modo casi fatal, fija el rumbo de los acontecimientos sociales en su diversas etapas evolutivas. No podemos ni debemos, pues, dogmatizar ni sentar pautas definitivas sobre el 28 de noviembre del año de 1821. Debemos, eso sí, atenernos a lo que nos dicen el documento.
LA INDEPENDENCIA DE PANAMÁ EN 1821
No debe extrañarnos entonces que hasta tanto al Istmo no le fuesen arrebatados aquellos beneficios, se declarase el más humilde y fiel vasallo de la Corona. En otras palabras, el hecho de que para los comerciantes panameños la unión del Istmo a España resultara una garantía de seguridad para sus posiciones económicas adquiridas, fue la causa principal de su lealtad incondicional a la Corona y de su renuencia a sumarse a los movimientos separatistas de América. O sea, que fue la convicción de las ventajas materiales que le representaba la unión a España lo que movió a la naciente burguesía comercial istmeña a colaborar directamente con la causa realista y a mostrarse, francamente, contra los pueblos rebeldes del Continente.
Es en razón de la voluntad y desprendimiento de esa misma burguesía comercial al fletar a su costa una serie de expediciones militares destinadas a sofocar la gesta libertaria que se desarrollaba en las provincias sudamericanas, tales las del Cauca, Chocó, Quito y otras, que se puede medir el grado de interés del Alto Comercio panameño en el triunfo de la causa realista, así como los enormes recursos, para aquella época, que había acumulado en sólo unos pocos años de prerrogativas reales.
Desde Panamá se envió a la Regencia una solicitud en el sentido de que se establecieran en el Istmo el Tribunal de la Audiencia y el Virreinato de la Nueva Granada que, como se sabe, habían sido arrojados por los revolucionarios santafereños en 1810. Si se atendía a su solicitud, los istmeños se comprometían a contribuir “con dos terceras partes de los sueldos” que entonces se pagaban, a todos los empleados que a causa de la revolución habían tenido que emigrar a sus tierras; y al mismo tiempo se comprometían a socorrer a la causa peninsular “con miles de pesos en efectivo y en harinas, menesteres y tabacos y cuanto fuere necesario para resistir a las tentativas de los revoltosos”.
Con el paso de los años, sin embargo, los evidentes progresos que ya para entonces había hecho el movimiento revolucionario el Continente disminuían notablemente las ventajas de los privilegios concedidos a los istmeños. Como consta en un texto de aquel tiempo, hacia 1819 y 1820, la revolución comenzó a mudar de aspecto, y cada pueblo empezó a calcular sus intereses, y abrir sus puertos a los extranjeros, hasta hacer necesario disminuir las erogaciones, economizar los gastos, meditar mucho las empresas. Al finalizar aquella década las autoridades peninsulares no podían ya seguir favoreciendo los intereses panameños, y no tardó de verse en ellas más que a un émulo importuno e inútil que urgía a todo trance suprimir. Entonces fue claro que el desenlace inevitable no podía hacerse esperar más. La situación de desgaste económico que se suscitó en el Istmo poco antes de 1821 por la eruptiva paralización comercial, sería un factor decisivo en la precipitación de ese desenlace.
El 22 de octubre de 1821, el Mariscal Juan de la Cruz Mourgeón, recién llegado al Istmo, a quien la Corona había prometido el título de Virrey si lograba conquistar las dos terceras partes de Nueva Granada, zarpa hacia Quito al mando de una expedición militar. Del destacamento de unos 1400 hombres que guarnecía al Istmo, Mourgeón llevó en su expedición “pacificadora” dos cuerpos de infantería, dos escuadrones desmontados y algunos artilleros, en total, unos 1,100 hombres, dejando los restantes 300 en Panamá bajo las órdenes de un pudoroso y leal militar istmeño, llamado José de Fábrega. “Los momentos, comenta Mariano Arosemena, eran de aprovecharse para ir preparando la ejecución del plan de nuestra emancipación de España”.
La clave de esa extremada cautela tal vez se encuentra en las frases de su hermano Blas quien afirmaba a propósito de aquellos momentos: La seguridad de la persona y las propiedades fue objeto de nuestra santa lucha”. Para el grupo dirigente, resultaba indispensable evitar a todo trance, cualquier riesgo que pusiera en peligro sus intereses, y por lo tanto, la separación debía realizarse, con “suma cautela” y “diplomacia”, “por excusar el derramamiento de sangre”, cuyas imprevisibles consecuencias, de quien sabe qué posibles proyecciones, acabarían con toda seguridad por estropear las altas pretensiones de comando sobre el nuevo Estado en proyecto.
La efectividad con que fueron tomadas tales medidas precautorias dieron finalmente el resultado apetecido, y la independencia pudo consumarse en forma incruenta. Sobre los recursos que los criollos emplearon para hacerla posible. Cuando el General Montilla, encargado por orden de Bolívar de preparar en el Magdalena una expedición militar para liberar al Istmo de la Corona, supo que los istmeños se le habían adelantado, acto seguido exclamó: “no puede negarse que Panamá es un país de comerciantes: ha sabido evitar los horrores de la guerra, especulando a buena hora su independencia”.
El 28 de noviembre de 1821 fue, pues, hijo del transitismo. Los hombres que inspiraron el movimiento al igual que sus herederos sociales y políticos de 1903 fueron arrastrados por motivaciones económicas inconfundibles en función de las cuales reaccionaron para promover la alteración del sistema de relaciones sociales y de las superestructuras de ideas e instituciones prevalecientes. La naciente burguesía comercial istmeña sustituyó en el poder a la cerrada casta peninsular, y el sistema de ideas e instituciones coloniales fue declarado insubsistente. El republicanismo democrático vino a ocupar el puesto de la monarquía por derecho divino y el riguroso centralismo jurídico y administrativo español, fue reemplazado por la nueva y progresista ideología liberal.
EL OCASO DEL ANTIGUO REGIMEN
La sempiterna alianza con Francia, a fin de hacerle contrapeso a la poderosa Albión, solamente contribuyó a mermar su prestigio con la humillante derrota de Trafalgar en 1804; aunque en realidad, para ese entonces, las opiniones y actos del agotado imperio hispánico poco o nada pesaban en la balanza del poder del Viejo Mundo. Con todo, los dominios de ultramar a estas alturas aún se mantenían leales a las disposiciones de su distante y apático Rey, y contrario a lo que podría esperarse, no constituían el prototipo de la miseria, el desorden o inestabilidad, al menos para sus clases dominantes. Por supuesto, a lo anterior se puede agregar que en las colonias existían profundos y quizá insalvables motivos de descontento hacia la Metrópoli.
Uno de los más relevantes y tal vez mayormente significativo, fue el creciente repudio de los criollos hacia los peninsulares, los cuales monopolizaban los altos cargos burocráticos, los desplazaban del comercio y otras actividades lucrativas, y también los denigraban racial y socialmente, y lo que era peor, se enriquecían a su costa. A estos malestares se sumaban el pago de numerosos impuestos y contribuciones, el alza continua de los productos importados, las prohibiciones para el incremento de industrias nativas, una feroz persecución del comercio ilícito, relajamiento de las costumbres, etc. Además, los criollos comenzaron a escuchar los ecos de las revoluciones norteamericanas y francesas con sus atractivas reivindicaciones burguesas, y algunos, como los precursores Antonio Nariño, Francisco de Miranda y Toussaint L’Ouverture, las asimilaron con entusiasmo, aunque fracasaron al intentar materializarlas .
Empero puede sostenerse que a principios del decimonono, ya estaban dadas en Hispanoamérica las condiciones internas y externas para romper el “pacto colonial” de tres siglos; sólo faltaba el momento propicio para su acción explosiva y ésta, irónicamente, la facilitaron los sucesos acaecidos en la propia Metrópoli. Se ha dicho con razón que cuando en 1808, Napoleón Bonaparte invadió la Península Ibérica y sacar partido de las rencillas palaciegas de Carlos IV y su hijo Fernando VII “el deseado”, obligándoles a una humillante abdicación en Bayona a favor de su hermano José, fortaleció desde sus cimientos, el árbol de la libertad de las “posesiones de ultramar”. En efecto, si en la Metrópoli la reacción osciló desde una aceptación sumisa, la proclama de “Juntas Revolucionarias” de notables hasta la guerra de guerrillas, no fue menor en el Nuevo Mundo la confusión creada ante el dilema de continuar leales a Fernando VII, seguir a pie puntillas los dictados de las cortes y aceptar o rechazar de plano al usurpador francés. Por consiguiente, no fue extraño que de 1810 a 1824 del Grito de Dolores a la Batalla de Ayacucho el movimiento emancipador se deslizara gradualmente desde una extraña mezcla de lealtad y tradición a una abierta lucha separatista.
Con este cambiante telón de fondo, cuajado de acontecimientos y vicisitudes, el Istmo de Panamá proclamó su independencia incruentamente en una fecha tan avanzada como 1821, cuando ya lo habían hecho tras largo batallar la Nueva Granada, y Venezuela y estaban en ebullición las otras colonias. Indudablemente, esto ha suscitado numerosas interrogantes, que aún en pleno siglo XX sólo han recibido respuestas parciales.
CIUDADES PATRIOTAS VERSUS CIUDADES LEALES
Cada virreinato era un reino separado, cada capitanía general trataba directamente con la Corona, los gobiernos provinciales tenían poco contacto entre sí, muchas veces recelaban uno del otro. Lo anterior aclara por qué, desde muy temprano, las ciudades de las Indias se enrolaron indistintamente en los bandos contenientes y combatieron ferozmente entre sí. De esta forma, en el Virreinato del Río de la Plata, la patriota Buenos Aires tendría que chocar con Montevideo y el alto Perú; mientras que en la Nueva Granada, Bogotá sometería a la sublevada Quito; Cartagena proclamada independiente en 1811, lucharía a brazo partido contra Santa Marta y Río Hacha, en tanto que Mérida y Coro sumadas a la causa levantisca se enfrentarían a Puerto Cabello y Maracaibo. En este caos de subversión versus lealtad, no sólo se desarrollaron las acciones bélicas, sino también sería preponderante y decisivo el papel de las juntas de Notables y los Cabildos citadinos. En tal panorama, resultan esclarecedores los casos de Santa Marta y Panamá.
La Provincia de Santa Marta, de cara al Atlántico y encajonada entre Cartagena y Río Hacha, sostuvo una posición tan comprometedora como difícil, al estar asediada por sus vecinos abiertamente antimonárquicos, y a pesar del lastimoso estado de sus arcas, el virtual abandono de las actividades del comercio y del agro, las continuas incursiones punitivas de sus adversarios, los altibajos militares y los desaciertos de sus gobernantes, el Cabildo Samario demostró una fidelidad inquebrantable hacia Fernando VII, razón por la cual la Corona la reconoció como “muy noble y muy leal”. Su adhesión a la autoridad regia alcanzó hasta la avanzada fecha de 10 de noviembre de 1820, cuando cayó definitivamente en poder de las fuerzas patriotas, no sin antes oponer una tenaz y encarnizada resistencia. Sin duda alguna, las trayectorias de lealtad de Santa Marta y Panamá, guardan no pocas similitudes y reflejan la conducta de algunos criollos para los que por largo tiempo la independencia no representó la solución de sus problemas e inquietudes.
En el primer lustro del siglo XIX, la Comandancia General del Istmo de Panamá, con sus provincias de Portobelo, Veraguas y el Darién, y los partidos de Natá y Alanje, continuaba sumida en el letargo económico de siete décadas del que gradualmente despertó merced a la apertura de las transacciones mercantiles con naciones neutrales. Inicialmente, esta circunstancia tratarían de aprovecharla, sin éxito apreciable, los comerciantes citadinos. Iturralde buscaba solucionar por cauces legales, una situación de hecho, que el contrabando no logró superar, pese a su alarmante desarrollo, lo cual obligó al Virrey de Santa Fé a tomar medidas de precaución para identificar la legitimidad de las mercancías introducidas al Istmo, sobre todo las que procedían de Jamaica. Con razón sostenía Mariano Arosemena que en 1802 hallábase el país empobrecido, arruinado. Le faltaban los elementos de la vida social, el comercio y las industrias, subsistiendo, solamente, una agricultura de productos de consumo doméstico, como arroz, maíz, raíces, legumbres y plátanos. La ganadería se había abatido por falta de provisión a los viajeros que habían abandonado el Istmo desde que faltaron los negocios comerciales”.
Según los datos de Cajas Reales suministrados por Alfredo Castillero Calvo, en el lapso de 1800 a 1816, el Istmo fue cada vez menos dependiente del “situado” anual de Cartagena y Lima, a la par que experimentaba un ascenso en sus ingresos fiscales, como se observa con nitidez a partir de 1809
La Fugaz Experiencia Virreinal en Panamá.
No cabe duda que el establecimiento del Virreinato y el retorno al régimen audiencial en el istmo de Panamá, en el breve lapso del 21 de marzo de 1812 al 2 de junio de 1813, fue ante todo una salida desesperada del declinante Imperio español, que pretendía con ello apagar las llamas de la revolución emancipadora entronizada en Sudamérica. De este modo, la nueva sede sirvió más como centro estratégico militar que de eje político administrativo.
Por Real Cédula del 11 de abril de 1811, el Consejo de Regencia designó como sucesor del depuesto Virrey de Santa Fe, Antonio Amat y Borbón, al hasta ese entonces Gobernador y Capitán General de las Provincias Internas de Nueva España, Benito Pérez, quién decidió que lo prudente era trasladarse a Panamá. Así lo hizo desde la Habana acompañado de un séquito de burócratas y militares y de los nuevos miembros de la Real Audiencia: Manuel Martínez Mancilla y Joaquín Carrión, ambos recientemente expulsados de Santa Fe por su posición intransigente. Tal decisión del Virrey, que denotó desde un comienzo su ausencia de visión política, produjo consecuencias funestas que, como tendremos oportunidad de reseñar, llevó a un enfrentamiento a los oidores con los capitulares, la renuncia prácticamente forzada de Benito Pérez y la consiguiente supresión del Virreinato en el corto plazo de poco más de un año . Para entender a cabalidad la pugna suscitada entre el Ayuntamiento y los oidores, es preciso recordar que ya al final de la primera década del decimonono, los criollos de las ciudades terminales habían estructurado una auténtica minoría privilegiada que detentaba el poder económico, político y social del país.
En abril de 1812, los oidores expusieron al Consejo de Regencia un cúmulo de quejas por la conducta del Virrey y su manifiesta parcialidad hacia el Cabildo. Argüían los magistrados que Benito Pérez había transgredido las leyes, desde el momento en que entró al Istmo como Capitán General y no en calidad de Virrey; que haciendo caso omiso de sus observaciones, en el ceremonial de instalación de la Real Audiencia, refirió ir acompañado del Ayuntamiento y darle a éste tratamiento preferencial . Es más, en las consultas y otros actos públicos se hicieron notoria la inclinación de Benito Pérez hacia los Capitulares. Sostenían los oidores que con tales actitudes se creaba un peligroso divisionismo en el pueblo, cuando lo que se debería buscar era “su respeto” y “obediencia” a las leyes. Para poner remedio a tales anomalías solicitaba una acción enérgica por parte de la Corona.
A fin de superar las fricciones entre el Cabildo y la Audiencia, el Virrey desplegó una amplia política conciliatoria, pero el traslado a Méjico del Oidor Fiscal Manuel Martínez y su reemplazo por Tomás de Arechaga, acabó con la entente y agravó más aún las ya tirantes relaciones entre las fuerzas antagónicas. A los Capitulares no se les escapó la nefasta reputación que este magistrado se había granjeado en Quito, e hicieron todo lo posible por impedir su ingreso al país y sólo desistieron de tal actitud a instancias del Virrey. Bien pronto ambas autoridades habrían de lamentar el haberle cedido el paso a Arechaga, quién al ocupar la Fiscalía del Tribunal no se conformó con culpar a Benito Pérez ante el Consejo de Regencia de violar impunemente las leyes, sino que también acusó al Cabildo de nepotismo e incumplimiento de la Constitución al no abocarse a elecciones .
En noviembre de 1812 la Real Audiencia levantó al Virrey una extensa sumaria con testigos cuidadosamente seleccionados, entre los que figuraban clérigos, funcionarios reales y comerciantes. A ambos se les acusó de contrabandistas, violación de las leyes e intento de perpetuarse en el poder. De muy poco sirvió la defensa presentada por el Virrey a las autoridades peninsulares, por lo que este presentó su renuncia del cargo en diciembre de 1812, aunque continuó funcionando la Real Audiencia hasta 1816, con un sólo magistrado, el cual encontró una tenaz oposición por parte del Cabildo, secundado por el Gobernador Carlos Meynar. Por lo demás, las acusaciones de nepotismo a los Capitulares, así como su práctica del contrabando, eran sustancialmente ciertas, tanto es así que en 1816, las autoridades metropolitanas declararon ilegales las elecciones efectuadas por los Capitulares del Istmo, al encontrar que en su gran mayoría, éstos estaban vinculados por nexos de parentesco, aunque se adujo que tal irregularidad obedecía al escaso número de la población electoral.
Desde otro ámbito, la instauración del sistema de consulados por parte del Imperio español en sus posesiones de Ultramar, trató de atenuar el rígido monopolio comercial, y si bien tal política se incrementó ampliamente durante la administración de los últimos Borbones y echó raíces en gran parte de Hispanoamérica, por razones obvias, tan trascendental avance no tocó al Istmo de Panamá. Antes bien, éste pasó a ser dependencia directa del Consulado de Cartagena, erigido por Real Cédula de 14 de junio de 1795, y como era de esperar, tal subordinación no se limitó a las fórmulas jurídico-administrativas, sino que implicó la retribución del impuesto de avería de los comerciantes panameños a aquel Tribunal. De esta forma, se originó un descontento que con el paso de los años se tornó en abierto antagonismo, dada la manifiesta indiferencia de Cartagena para resolver los ingentes problemas de Panamá.
Así las cosas, con la erección del Virreinato en Panamá se presentó una dorada oportunidad que los comerciantes no estaban dispuestos a desperdiciar, máxime cuando para este tiempo su consolidación económica era un hecho que invitaba a plasmar sus anhelos de autodeterminación en un organismo que aglutinara su status dominante. Entre otras cosas, se solicitaba un juzgado privativo para resolver los asuntos contenciosos, y la creación de una Junta de Gobierno, entre cuyas atribuciones estaban la protección y fomento de la agricultura, comercio e industrias, el incremento de la pesquería de perlas y del carey, el desarrollo de las vías de comunicación y. . .cuanto parezca conducente al aumento y extensión de la navegación y de todas las ramificaciones del tráfico y cultivo”.
Aunque no cristalizó esta primera tentativa de instaurar un Consulado en el Istmo, el Virrey dio a conocer el anteproyecto al Consejo de Regencia para que dictara las providencias adecuadas, las cuales no llegaron a ejecutarse. Con razón llegó a sostener el prócer Mariano Arosemena, que con tal disposición: “el Istmo de Panamá fue el principal agraviado por cuanto su posición geográfica lo hacía el depósito de mercaderías extranjeras…” y añadió que desde ese momento “…empezó a conocer Panamá la importancia de su independencia”.
Durante la administración interina de Juan Domingo Iturralde, el comercio ilícito adquirió proporciones tan alarmantes que este funcionario no vaciló en actuar con mano dura e informar pormenorizadamente a las autoridades superiores en Cartagena. Como corolario, el Virrey Francisco Montalvo designó una Comisión especial para que estudiara tal situación in situ, y el resultado fue el cierre del Puerto de Chagres a cualquier tipo de comercio el 7 de agosto de 1816. Al año siguiente, el Diputado de Comercio de Panamá, Justo García de Paredes, con el consentimiento del Gobernador Alejandro Hore, elevó a la Corona un segundo anteproyecto de Consulado, pero una vez más nada se hizo. Con ello, los sueños de autonomía de los criollos de Panamá, se echaron al olvido, pero por lo mismo, su fidelidad hacia la Corona comenzó a resquebrajarse y no tardarían en buscar otros canales de satisfacción.
Ruta efervescente hacia la independencia.
Empero, los patriotas, y en particular Simón Bolívar, no perdían de vista a Panamá, como se trasluce en la célebre “Carta de Jamaica” del Libertador, escrita en 1815, en la que además de subrayar la importancia geográfica de Panamá, advirtió que por lo mismo estaba llamada a convertirse en un “nuevo Corinto” o foco de unificación del Continente. Ese mismo año, el Comandante francés Benito Chaserieux atacó sin éxito a Portobelo, y en 1819, el General escocés Gregor MacGregor tomó este puerto y organizó un “Gobierno civil”, prontamente desmantelado por el gobernador Alejandro Hore.
Sin duda, tales ataques despertaron paulatinamente a los panameños del letargo en que se hallaban inmersos bajo el régimen español, y no creemos aventurado afirmar que desde aquel entonces empezaron a cambiar en su pensamiento y actitud tradicionales. Con la llegada del Virrey Juan de Sámano al Istmo, el descontento entre los criollos no se hizo esperar. Ello es explicable, en primer término, por los acontecimientos de orden externo cuales fueron: la derrota de los realistas en Boyacá, la presurosa huida del Virrey a Jamaica, el desprestigio que siempre ofrece la leyenda nefasta que rodea a los vencidos y, en fin, ya para este entonces el dominio español en Hispanoamérica estaba en franca crisis o desmoronamiento.
Una vez en Jamaica, Sámano concibió y realizó la idea de retornar a Tierra Firme para establecer por segunda vez el Virreinato en Panamá. Pero cuando arribó al Chagres en diciembre de 1820, se percató que la realidad distaba mucho de ser como la había concebido desde las Antillas, pues el Cabildo y el Gobernador Pedro Ruiz de Porras se negaron a aceptar su investidura y sólo desistieron en su actitud por la presión militar. Sámano instauró en el Istmo un auténtico régimen de terror, que obligó a los miembros del Cabildo a emigrar hacia el interior del país o refugiarse en Jamaica.
Los criollos difundían ampliamente las ideas libertarias gracias a que, como vimos, habían introducido la imprenta desde Jamaica. Fueron los criollos del interior, concretamente de la Villa de Los Santos los que el 10 de noviembre iniciaron la emancipación. Un movimiento revolucionario proclamó la independencia aunque de una manera irregular y deficiente, pues sus habitantes no declararon el Gobierno que se daban, ni decidieron cosa alguna sobre los negocios de la transformación política. Novicios se contentaron con llamarse independientes. Los santeños, en su acta de independencia consignaron la animadversión que sentían hacia los capitalinos y, especialmente, su temor hacia el Coronel José de Fábrega. Por otra parte, en una carta del 10 de noviembre de 1821, los vecinos de la Villa de Los Santos, exponían a Simón Bolívar los motivos de su determinación y las divergencias con Santiago de Veraguas y Ocú, al tiempo que solicitaron su protección. Se refirieron al Gobierno tiránico de Alejandro Hore que impuso a la Villa una continua extracción de crecidas sacas desoladoras de sus vecinos para el servicio de las armas, y una ruinosa contribución forzada de numerario; de modo que se aniquilaban nuestras fuerzas y nos dejaban exhaustos de metálico de que seguía la destrucción general y las labores del campo: falta de brazos para el trabajo de nuestra corta agricultura y una carestía y escasez de todo lo necesario para la subsistencia. A renglón seguido los santeños le indicaron al Libertador que como veían “que cada mandón que nos venía de la Península era un déspota, a pesar de la liberalidad que promulgaban de su Constitución, y sólo atendían a su provecho, y jamás al bien de sus Gobernantes; trayendo desde allá un prevenido ensayo de estafarnos decididos a enriquecerse a costa de los sacrificios de estos pueblos, les pareció muy preciso el sacudir el ignominioso yugo, y buscar un Gobierno que con menos males proveyese a sus necesidades”.
La plebe atumultuada aclamaba la independencia y porque desplegamos algún brío en tono amenazador que los puso temerosos de que se emplease la fuerza para reducirlos al sistema”. En octubre de 1821, Murgeón decidió emprender campaña en Quito y confió el mando al General José de Fábrega, oriundo de Panamá, los istmeños aprovecharon el momento. Se buscó y obtuvo la complicidad del General Fábrega, se recurrió al soborno de la escasa guarnición realista, en tanto que las sociedades patrióticas cobraron fuerza y predispusieron al pueblo para los acontecimientos que se avecinaban. Cabe recordar que el clero también contribuyó económicamente al movimiento. Así, luego de la deserción masiva de los soldados españoles, el 28 de noviembre, el Ayuntamiento convocó a Cabildo Abierto y en acto solemne, en presencia de las autoridades militares, civiles y eclesiásticas, se declararon rotos los vínculos que ataban al Istmo de Panamá con España para de inmediato unirse voluntariamente a República de Colombia o Gran Colombia . Con razón, al enjuiciar estos sucesos, Justo Arosemena, afirmó: “Colombia no contribuyó pues, de ningún modo directo a la independencia del Istmo, la diplomacia y el espíritu mercantil nos fueron de tanta utilidad como las lanzas y fusiles a nuestros hermanos de coloniaje. Intrigas y oro fueron nuestras armas; con ellas derrotamos a los Españoles, y esa derrota cuyos efectos fueron tan positivos como los del cañón, tuvo la inapreciable ventaja de ser incruenta”.
CONCLUSIÓN
Por medio de la realización de este trabajo he podido conocer los hechos que se dieron durante la separación de Panamá en el año 1821, durante mi busqueda fue muy triste saber que existen pocos libros que hable detenidamente de los hechos que se dieron en este importantísimo evento de la historia de nuestra República.
Considero importante el estudio de las Actas de independencia de Panamá de España porque, va a determinar muchos de los acontecimientos que se generaron durante el tiempo que estuvimos unidos voluntariamente a la Colombia de Bolívar a través de la Nueva Granada Nuestra; de allí nuestro resaltar los aspectos más notorios de estos documentos que dieron sello a la independencia de 1821 y establecer en qué medida coinciden o se diferencia. No se trata de una exégesis de las mismas, sino nuestros puntos de vistas sobre ellas.
Además procuro establecer paralelamente la desazón panameña y el recuerdo del 28 de Noviembre, éste como fecha clave de nuestra vocación independentista, y por lo mismo, nos vimos obligados a realizar un recorrido de la trascendencia que tuvo el acaecimiento para nuestros hombres de ese entonces y la significación que posee para el panameño de hoy, ante la indiferencia que nos atreveríamos a considerar como tendenciosa de la historiografía extranjera.
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PÁGINAS DE INTERNET:
- Http://Html.Rincondelvago.Com/Independencia-De-Panama_3.Html
- es.wikipedia.org/wiki/Panamá
- www.ciberamerica.org/Ciberamerica/Castellano/Paises/Panama/historia.htm
Citar este texto en formato APA: _______. (2012). WEBSCOLAR. La independencia de Panamá de España en 1821. https://www.webscolar.com/independencia-panama-espana-1821. Fecha de consulta: 22 de diciembre de 2024.