Literatura oral, oralidad ficticia
Se pretende una aproximación a las relaciones entre la contradictoria ‘literatura oral’ y redundante ‘literatura escrita’, entre lo oral (en tanto fenómeno de comunicación real), convertido en creación verbal, y la ficción de oralidad en la escritura (literaria). Todo, en el marco general de la problemática oralidad / escritura tal como aparece en la práctica cultural latinoamericana. En este último caso, se trata, sin duda, de un esfuerzo por dialogar con la otredad, con lo excluido por el canon de la literatura y cultura oficial. Con ello no sólo se busca incorporar formas o estructuras propias del discurso oral en los textos literarios, sino, en algunos casos paradigmáticos, alcanzar una cierta certidumbre de que esos textos literarios obedecen a una lógica profunda de oralidad cultural.
La problemática de la oralidad en América Latina puede reducirse a cuatro cuestiones generales cuando se trata de enfocarla desde el terreno de la literatura o, para emplear un término más amplio y menos equívoco, la creación verbal: 1. El problema de la creación verbal en una cultura tradicional no letrada (culturas amerindias); 2. El de las manifestaciones orales propias de culturas tradicionales en el marco de una cultura letrada dominante (culturas indígenas subsumidas en entornos occidentalizados, culturas populares); 3. El de las relaciones entre aspectos orales y escritos de los textos literarios (armonías, timbre, ritmo, entonación, etc., y sus formas gráficas de representación, en verso y prosa); y 4. El referido a las diversas formas de imitación de la oralidad en textos escritos literarios (oralidad ficticia).
Es pertinente observar, previamente, que “la noción de oralidad es una noción construida desde la cultura de la escritura” y, por tanto, “al hablar de oralidad nos situamos de hecho en el espacio de la escritura”. Sin duda, de este hecho deriva la existencia de una noción aparentemente tan contradictoria como la de “literatura oral”,
Desde la perspectiva de las culturas americanas prehispánicas, el repertorio de códigos y sistemas expresivos fundados en la comunicación oral no padecía, por supuesto, ninguna deficiencia. Desde el sistema letrado, en cambio, se ha tendido a mirar la oralidad como un estado precario necesario de superar, y a considerar que el progreso de esas formas primitivas de sociabilidad consiste, precisamente, en el tránsito de la oralidad a la escritura.
En este contexto, la oralidad constituye un estado de déficit cognoscitivo y comunicativo que impide a las culturas tradicionales asegurar su supervivencia. Por esto mismo, la noción de literatura oral aparece signada negativamente, en tanto manifiesta la carencia de escritura en sociedades consideradas ágrafas. Así y todo, hay que consignar que diversas estratos de cultura popular en América Latina han logrado desarrollar formas orales de comunicación perfectamente eficaces en la configuración de sus visiones de mundo y, por lo tanto, adecuadamente expresivas de su propia realidad; formas orales que es preciso considerar a la hora de construir el real perfil identitario de nuestra cultura: “…incorporar la oralidad armonizándola con la cultura del libro parece ser uno de los grandes temas pendientes desde el punto de vista de la identidad cultural de los pueblos latinoamericanos.
Se trata de valorizar el estilo y el carácter particular de las tradiciones orales populares, abriéndole los ojos a la población respecto de la existencia de las culturas regionales”.
Conviene distinguir, entonces, la oralidad plena y absolutamente funcional perteneciente a sociedades tradicionales de la oralidad derivada del analfabetismo provocado por las desigualdades sociales y económicas en las sociedades modernas ilustradas.
En ese plural y heterogéneo universo que constituyen las sociedades latinoamericanas, se enfrentan desde la conquista, y desde entonces se contagian, una cultura tradicional oral dominada (la aborigen) y una cultura letrada dominante (la europea). Alfabetización, cristianización y colonización marcharon de la mano y produjeron “una redistribución de las prácticas y de la conceptualización de prácticas discursivas orales y escritas en las colonias del Nuevo Mundo”.
Desde entonces, como toda práctica comunicativa que ha desarrollado un sistema de escritura, la cultura letrada, apoyada en el poder colonizador, manifiesta una permanente y dinámica interacción entre formas de comunicación orales y escritas y comprende zonas o niveles variados alfabetos y analfabetos. También desde entonces, la tradición oral latinoamericana, predominante en los espacios rurales y creciente en las márgenes urbanas, a veces prohibida, a veces clandestina, siempre minusvalorada y discriminada, comprende variedad de lenguas (indígenas, europeas, africanas), mestizaje o hibridez de tradiciones, heterogeneidad y sincretismo cultural. En todo caso, ambas prácticas (oralidad y escritura) suponen, además de conflictos, complementariedad e influencias recíprocas. De modo que, por un lado, “la oralidad, sistema de por sí multimedial, ya no existe en estado puro en ninguna parte de América” y sólo cabe estudiarla en relación con el sistema hegemónico letrado y, por otro, las formas letradas exhiben procesos de hibridación con formas de oralidad, aun en aquellas prácticas consideradas más prestigiosas y cultas, como las manifestaciones literarias (cuestión que examinaremos más adelante).
Además, y pese al evidente dominio del sistema letrado, el fenómeno de la oralidad, como sistema de concepciones y prácticas culturales, lejos de extinguirse, ha manifestado una pertinaz resistencia. “Para parte considerable de la población latinoamericana, las formas preferidas de expresión y comunicación no son las ‘escritas’, ni mucho menos las codificadas –desde criterios hegemónicos como ‘cultas’, ‘ilustradas’ o ‘literarias’– sino más bien las que provienen de una tradición oral y popular”).
No sólo eso, sino que la oralidad ha permeado la cultura letrada desde el mismo instante en que los indígenas comprendieron que la escritura era un excelente medio de sobrevivencia y memoria cultural (recuérdense los casos paradigmáticos del Popol Vuh y de los libros de Chilam Balam). Desde entonces, una serie de estrategias de la comunicación oral y de las culturas orales se han incorporado, a veces imperceptiblemente, en las prácticas ilustradas latinoamericanos.
Por otra parte, y tal vez como consecuencia de lo anterior, mientras en nuestra cultura letrada y en la moderna práctica de la literatura se acentúa el dominio de la escritura –incluso textos tradicionales, populares o folclóricos suelen llegar al público transcritos o impresos–, más parece acentuarse en ellas la nostalgia de la palabra oral (recuérdense, sólo a vía de ejemplo, pasajes importantes de novelas como Rayuela, La feria, Pedro Páramo, Tres tristes tigres, La guaracha del Macho Camacho, El hablador, etc., o gran parte de la poesía de Nicanor Parra).
letra) la excluida oralidad no deja de suscitar inquietudes de diverso tipo y de manifestar su presencia en variadas formas. Y aunque a menudo las manifestaciones orales (populares, rurales, indígenas) se han considerado no sólo marginales sino poco significativas desde el punto de vista de la llamada literatura culta o letrada, son muchísimas las muestras de textos literarios que recogen o reelaboran diversos temas, motivos, personajes o formas discursivas (lingüísticas, retóricas, enunciativas), propias del discurso oral
El esfuerzo de los estudiosos por recuperar el arte verbal perteneciente a culturas no letradas (primitivas o tradicionales) ha suscitado la aparición de un curioso oxímoron para designarlo: literatura oral. De modo que el conjunto de mitos, leyendas, cuentos, poemas o canciones tradicionales, etc., recogidos directamente de informantes orales viene a constituir una rama especial de la literatura, subalterna y casi siempre mal considerada, la llamada literatura oral. Uno de los problemas que plantea esta “literatura oral” es su condición multimedial: “El lenguaje escrito (…) se ve enfrentado al imperativo de cubrir todo un proceso transmisor que en la oralidad está acompañado de teatralidad, de dimensión gestual, de un determinado fonetismo, un ritmo de locución o una estética ritual”
Ahora bien, lo que canónicamente se entiende por literatura, es decir, la literatura escrita (valga la redundancia) en el proceso de construcción de mundos imaginarios, sólo puede producir efectos de oralidad, es decir, sólo evocar manifestaciones orales con los medios de la escritura. Esto significa, entre otras cosas, que la sonoridad sustancial de lo oral permanece muda en los textos escritos. No debe olvidarse que el elemento real con que se construyen los textos literarios es, precisamente, la palabra escrita. De modo que la dimensión oral constituirá siempre una figura y, por tanto, desde el lado de lo real, una ausencia irremediable.
Por cierto, esta comprobación choca con el carácter eminentemente oral de ciertas formas culturales populares, rurales o tradicionales y, muy en especial, de las culturas indígenas americanas. Cuestión ésta importante cuando, como en numerosos textos narrativos y líricos actuales, se busca, precisamente, reproducir, imitar esas formas verbales y las culturas que ellas evocan mediante la escritura y la lengua castellana.
En la escritura de este país, las particularidades de la cultura bilingüe, única en su especie en América Latina, constriñe a los escritores paraguayos, en el momento de escribir en castellano, a oír los sonidos de un discurso oral informulado aún, pero presente ya en la vertiente emocional y mítica del guaraní, escindido entre la escritura y la oralidad (…). En su conjunto –continúa diciendo Roa Bastos– mis obras de ficción están compuestas en la matriz de este texto primero, de este texto oral guaraní, que los signos de la escritura en castellano tienen tanta dificultad en captar y expresar, que las formas y las influencias culturales y literarias venidas de afuera no han conseguido borrar (1997: 15-6).
en caracteres gráficos, descrito, contado, sugerido, pero jamás en su propia realidad sustancial.
La palabra hablada es susceptible de evocación directa o indirecta, como discurso imaginario o seudodiscurso, mediante procedimientos de transcripción, imitación o transformación de diversos componentes de la escritura en vistas a crear el efecto de oralidad.
La literatura hispanoamericana (aun aquella que aparece como más evadida y fantástica) revela una voluntad testimonial que, a menudo, tiene repercusiones en los componentes lingüísticos de los textos. Muchas veces esta voluntad ha entorpecido las posibilidades de comunicación amplia, salpicando los textos de expresiones regionalistas, deformando las palabras para acercarlas a las formas de pronunciación coloquiales, rústicas o vulgares).
Las formas más elementales parecen ser las que aparentan una simple reproducción, con intención realista, de sonidos, vocablos o expresiones (decires, refranes, etc.). Este tipo de reproducción aparece generalmente en los diálogos de los personajes. Determinadas fórmulas introductorias o caracterizadoras de personajes pueden incluir, en el discurso del narrador, observaciones acerca de las peculiaridades del habla de aquéllos.
Uno de los casos más sugestivos lo constituye la llamada literatura de imitación lingüística, en la que el texto como totalidad simula una lengua que, naturalmente, no es real sino ficticia, aunque el texto trabaja para persuadir al lector de que está “oyendo” hablar a personajes y narradores. Se trata de sugerir lo que Amado Alonso (1954), siguiendo a Humboldt, llamó la “forma interior del lenguaje”. Ejemplos son, en nuestra literatura del siglo XIX, la poesía gauchesca, especialmente el ya citado Martín Fierro, de José Hernández; en el siglo XX, Pedro Páramo y los cuentos de Juan Rulfo; La feria y muchos relatos de Juan José Arreola; varias novelas de Carlos Fuentes (por ej., La región más transparente); Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrero Infante; La guaracha del Macho Camacho, de Luis Rafael Sánchez; Los sermones y prédicas del Cristo de Elqui, de Nicanor Parra, etc. Para visualizar el carácter artificioso (en el buen sentido) del procedimiento, repárese en las siguientes declaraciones de Juan José Arreola:
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